Mis ojos mostraban nítidamente mi estado de soledad, aburrimiento y burda embriaguez. Intenté valbucear aquellas palabras de presentación con uno de mis acompañantes del ascensor en un desgraciado inglés, con empeño, pero me entendió. La otra señora, con cara compasiva y un café en la mano, intentaba descifrar aquellos tecnicismos que parecía desconocer, como con desconfianza y recelo. Él bajó antes, y quedamos ella y yo en el amplio habitáculo, uno en cada punta, cada uno en su esquina. Con escepticismo y de forma retórica me miró, y me preguntó en un perfecto inglés, con acento neutro, americano, “¿crees que este va a ser un mundo mejor?”. Al principio no la comprendí, y respondí con megalómana asertividad, “sí, claro, ¿por qué no?”. En esos eternos segundos que tardó en abrirse de nuevo la puerta, resolvió finalmente, “porque ya he visto demasiadas cosas”, y salió del ascensor con una sonrisa triste. Se cerraron las puertas de forma abrupta, o eso creo. Sin que me diese tiempo a pensar, un piso más y se volvieron a abrir. Tiré mi enésima cerveza de la tarde y escribí esta mierda.